domingo, 26 de abril de 2015

CUANDO LA ENFERMEDAD CURA



Cuando repasaba la lista de pacientes al comenzar la jornada y la veía, un sentimiento de angustia me embargaba y hacía que negros nubarrones se desarrollaran sobre mi cabeza. Llegado el momento en que Jacinta traspasaba la puerta de la consulta la angustia se convertía en pánico y la impotencia se adueñaba de mí.

Cuando la conocí era una mujer trabajadora que solo acudía esporádicamente a renovar su receta de su único medicamento, comprobar que su tensión arterial estaba controlada y, una vez al año, realizarse un control de parámetros sanguíneos que siempre coincidían con la normalidad. Jacinta tiene ahora 61 años. Al principio era una persona alegre, comunicativa y con un peculiar sentido del humor y de la vida que hacía agradable tenerla sentada frente a mí.

Todo comenzó hace 8 años cuando fue despedida de su empresa que para ella era como "su familia" y se encontró ante una situación vital difícil y un futuro económico incierto. Siempre he creído que algo mas importante que el despido debió de suceder aquel fatídico día porque el cambio personal fue demasiado grande y las repercusiones en su vida, y de paso en la mía, fueron profundas.  

Jacinta entró en un proceso, que se fue cronificando, en el que resaltaban síntomas dolorosos sin explicación pero que, según ella, la sumían en un grado de impotencia funcional que hacía que gran parte de su tiempo lo pasara encerrada en casa y en la cama. Junto al dolor comenzaron a aparecer síntomas en la esfera psicológica, pasando a ser una mujer apática, retraída, resentida socialmente, aislada, irritable e instalada en la queja permanente. Su actitud pasó a ser victimista y, tanto yo como los profesionales de salud mental que la atendían, pensábamos que su situación podía ser en cierta manera "buscada" y relacionada con un hipotético beneficio secundario de contraprestación económica. Ella jamas expresó nada relacionado con esto último, su hermetismo en cuanto a su situación económica era total y cualquier intento de sacarla a la luz fue inútil; tampoco daba la impresión de pasarlo mal.

Curiosamente, tomó el hábito de acompañar a otros pacientes a las consultas de sus médicos, mis compañeros, adoptando una actitud fiscalizadora de su trabajo que luego traducía en una larga lista de, a su juicio, fallos que intentaba traducir como sistémicos (los demás tampoco me pueden ayudar).

Todas las propuestas de cambio de vida y los numerosos tratamientos que se le propusieron fueron recibidos con frialdad o rechazo y eran frecuentes sus continuos reproches porque "nadie la mejoraba". Mis insinuaciones sobre la posibilidad de cambio de médico ante la escasa ayuda que, según ella, recibía nunca fueron tenidas en cuenta en todos estos años. 

Pero lo peor de todo era que daba la impresión de que en este estado se sentía como deseaba y no le parecía de interés modificar nada. No le gustaba su vida pero tampoco creía tener capacidad ni deseo de cambiarla. 

Todo dio un vuelco hace poco tiempo. Jacinta llegó a la consulta con una demanda diferente. No mencionó nada de dolor, no desplegó su gran decorado ni se quejó de nada. Llevaba varias noches que notaba palpitaciones y se había asustado. Su pulso me hizo sospechar una Fibrilación Auricular que se confirmó en el electrocardiograma. No había ninguna cardiopatía estructural. Hoy está en tratamiento y anticoagulada.

Ha vuelto a sonreír, se arregla, se la ve con las amigas en alguna terraza, no ha vuelto a mencionar ningún dolor, sigue sus controles de anticoagulación oral y, sorprendentemente, acude a mi consulta cuando le corresponde. Ahora es una "enferma".










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